Praga, la belleza no tiene limites
Kafka dijo que la ciudad no le suelta a uno, "es una madrecita que tiene garras".
Paseo por el centro de Praga. En Josefov visito el Viejo Cementerio Judío, donde por la escasez de espacio las tumbas se superponen, y las lápidas, rosadas, grises, negruzcas, verdes por el musgo, muchas de ellas inclinadas, se amontonan como los turistas, en un desorden que contrasta con la cartesiana distribución de las 429 tumbas de soldados soviéticos del Olšanské Hrbitovy. En la plaza del Ayuntamiento Viejo, la gente aguarda la hora en punto para ver el mecanismo del reloj, los autómatas. Cruzo el puente de Carlos, gótico, aunque jalonado por esculturas barrocas, desde el que fue arrojado en 1383 por no traicionar el secreto de confesión de la reina san Juan Nepomuceno, por orden de Wenceslao IV. Me asomo al Vltava, ancho, majestuoso. Me dirijo hacia el Prazsky Hrad, el castillo de Praga, un conjunto de casas, murallas, palacios, iglesias, jardines, patios, dominado por la catedral de San Vito. En ésta es especialmente bonita la capilla de San Wenceslao. El salón de Wenceslao, en el Palacio Real, impresiona por su amplitud, su magnífico techo y los tablones del suelo. En el número 22 de la pintoresca Zlata Ulická, la Callejuela del Oro, escribió Kafka alguna de sus obras. Esta calle corre entre dos torres: la Blanca y la Daliborka, así llamada porque su primer preso fue el caballero Dalibor, que había apoyado una revuelta campesina. Dalibor pidió un violín, y su dulce melodía atraía a los praguenses, hasta que en 1498 el hacha del verdugo segó su vida.
Paseo por Praga y su belleza me parece escandalosa, tan escandalosa como la de Eva Herzigova, que fue descubierta en sus calles. Pero la modelo envejecerá y su belleza se marchitará con el tiempo, mientras que, por el contrario, la de Praga es el resultado del paso de las horas, de la acumulación de los años y de los siglos; de la mezcla de casas, iglesias y palacios medievales, renacentistas, góticos, modernistas, con sus magníficas puertas, aldabas, esculturas, pinturas y blasones. A veces, el preciosismo, la limpieza, deviene en cursilería, en una fachada azul con adornos rococós dorados. Pero sucede pocas veces. Los días claros resaltan su belleza; la nieve, en invierno, la dramatiza, y da a la ciudad un aire casi heroico. En los días grises, un velo la envuelve, pero no la afea.
Praga tiene también un aire a veces fantasmal, a veces siniestro, y eso acentúa su hermosura, en lugar de disminuirla, y la hace más misteriosa. Por la noche, en Malá Strana y en Staré Mesto, me fijo en las ventanas: casi todas están a oscuras. Las ventanas de Praga no son cualquier cosa: la convulsa historia de la ciudad podría resumirse en sus famosas defenestraciones. En 1419, los husitas arrojaron por las ventanas del Ayuntamiento a varios concejales y burgueses: se iniciaron las guerras husitas; en 1618, tres católicos corrieron idéntica suerte, esta vez en el castillo: se inició la guerra de los Treinta Años; en 1948, Jan Masaryk (hijo del primer presidente de la República de Checoslovaquia, Tomáš Masaryk), único primer ministro no comunista, se suicidó lanzándose a un patio del Ministerio de Asuntos Exteriores: se inició en Checoslovaquia el estalinismo. Al aire fantasmal de las ventanas sin luces se suman la lúgubre iglesia de Tynska, que con sus negros pináculos parece la morada del diablo; el tétrico monumento a Jan Hus, en el que una mano se estira teatralmente como una garra; y en Zelezna, junto al Teatro de los Estados, la inquietante figura hueca de un monje, la escultura en bronce que representa al Comendador, recuerdo de que Mozart estrenó allí, en 1787, su Don Juan.
La 'Gismonda'
Visito el museo dedicado a Mucha, el artista que saltó a la fama en 1894 tras diseñar los carteles para la Gismonda de Sarah Bernhardt. En el café del hotel Europa pido un café vienés, mientras un pianista esparce sus melodías entre las lámparas de araña, el mármol, la madera, los espejos y faroles. La nata es aún auténtica nata: me recuerda la de la leche recién ordeñada de la vaca, mis veranos de la infancia. Subo a Petrin en el funicular. „Cuando mayo se porta bien, Malá Strana es un paraíso“, escribió Jan Neruda, de quien el poeta chileno Neftalí Reyes adoptaría el apellido. Desde el mirador se tiene una excelente vista de la capital bohemia. Diríase que sus casas, sus desordenadas cubiertas naranjas y grises, sus plazas, sus torres e iglesias, sus cúpulas de cobre enmohecidas, caídas del cielo, han aterrizado en un inmenso bosque. Pero hay que estar dispuesto a subir a pie. Para el que no se anime, la vista queda semitapada por los árboles, y comprende entonces el popular dicho pragués: „Los árboles no dejan ver el castillo“. En tal caso, es aconsejable bajar en la parada intermedia del funicular, donde hay un restaurante y las vistas del castillo y de la Ciudad Nueva son estupendas.
Praga es una ciudad de árboles y parques, de músicos y marionetas, de tranvías de brillantes colores, de tabernas y cafés. Es también una ciudad de verdugos, de muertos, de vagabundos, de invasores, y de literatos. Es la ciudad de Rilke, Neruda, Brod, Holan; inspira a Meyrink, a Kundera, a Hrabal. Y es, sobre todo, la ciudad de Hašek y su soldado Schwejk, y de Kafka. „Praga no le suelta a uno. Es una madrecita que tiene garras“, le escribió Kafka a Oskar Pollak. Muchos escritores praguenses incorporan la visión mágica que inspira la ciudad. Gregorio Samsa se despierta metamorfoseado en un monstruoso insecto; el soldado ardiente de Meyrink sufre una fiebre tan alta que supera los 200 grados y empieza a quemarse; Capek, en RUR, acuña la palabra robot (en eslavo antiguo, rob es esclavo), que se universaliza.
El castillo, iluminado, toma el color de una gigantesca osamenta, y el Moldava refleja como heridas no cerradas, como llamaradas de cohete, las luces de los faroles. El Certovka, el pequeño canal del Moldava que forma la isla de Kampa, hace que giren lentamente las aspas de un viejo molino de madera. Si la leyenda de Dalibor es poética, la realidad no lo es tanto: lo que se escuchaba no era su violín, sino sus lamentos y alaridos, torturado en el potro, „violín“ en la jerga de los mochines. Juan de Nepomuceno no sólo no fue arrojado al río en 1383 (murió diez años más tarde), sino que tampoco era confesor de la reina. En cuanto al famoso proverbio „los árboles no dejan ver el castillo“, alguno ya se lo habrá figurado: me lo inventé en Petrin al bajarme del funicular. Lo siento, pero esta Praga mágica, milenaria y escandalosamente bella es así: dispara la imaginación.